La causa



Durante años, es verdad, se nos hizo creer que la pobreza venía de otros continentes. En la escuela, el maestro nos repartía unos sobres para que nuestros padres aportasen dinero para la causa aquella que nunca tenía fin. Antes, el efecto duraba una semana. Ahora mismo, aquella causa se ha extendido tanto que, cuando menos lo esperas, alguien te sacude con un bote pintado y te coloca una pegatina en el pecho, bien para que no vuelvan a importunarte más durante el día, bien para que, quienes no la llevan y se encuentran contigo, saquen sus céntimos del bolsillo para echarlos a uno de los botes con los que pueden tropezarse al doblar la primera esquina. De este modo, amén de los particulares que recurren a sus propias artimañas y rifas, se crearon Entidades e Instituciones que al menos una vez al año tienen su día de colecta: Domund, Cruz Roja, DYA...etc. Se ha personalizado tanto la pobreza en este fin de siglo que no es raro advertir a cualquier hora y en cualquier punto de la ciudad ese cuadro que, como los fusilamientos de Goya, se nos quedará impreso en la retina, pidiéndonos solidaridad, advirtiéndonos a cada paso de esa parte del mundo tan cercana a nosotros que sufre, que necesita, que pide para sus hijos.

Mientras los altos mandatarios del país anuncian la bonanza de la economía y en alguna autonomía estudian la erradicación de los mendigos, la bomba de la pobreza estalla en otro punto con más potencia, y casi de inmediato se hace patente la solidaridad de mucha gente que intuye la dureza de la situación, la crudeza del maligno, la tesitura de vivir y morir con lo puesto, mientras el agua desbocada se lleva a los suyos, se lleva todos sus recuerdos y principios, tal y como a menudo, año tras año, ocurre en Centroamérica.

Antes, cuando niños, después de la casi obligada aportación de nuestros padres para los “chinitos”, ya nos llegaban noticias de la India, la de Calcuta, la de Teresa. Y nuestros padres y maestros nos recordaban cada día nuestra diminuta opulencia: “Hay millones de niños que no tienen nada que llevarse a la boca”. Y en esa frasecita se encierra el tren de la culpabilidad al que hemos acudido como adultos responsables para solidarizarnos con un país lejano. Hoy, en medio de la catástrofe, después de nuestra pequeña aportación para mitigar las terribles heridas que en todas partes se abren; después de tranquilizar nuestras conciencias, sabiendo que unos actos mueven a otros, a mi me sigue quedando la terrible duda, me siguen machacando las pregunta de siempre: ¿Debe mantenerse la culpabilidad de Europa ante todas las catástrofes y miserias del mundo?, ¿Servirá para algo la imagen que llevamos metida a fuego en la retina?¿Reconocerán los gobernantes de esos países pobres sus obligaciones? Porque, frente a la pobreza más atroz, los gobernantes de China y de la India apostaron por convertirse en potencias nucleares.

Porque no entregamos el dinero para que no llegue, ni para que llegue a medias, ni para que los bancos (en la más obcecada de las opulencias) nos cobren comisiones por hacerlo llegar.

Porque enviamos nuestra pequeña aportación convencidos de que servirá para la causa, y que también los gobernantes de aquellos países pondrán en la balanza como primera causa aquella lucha.

Porque lo necesitan todo. Nos necesitan a todos. Y todo será poco para empezar de nuevo.

© Froilán de Lózar para Diario Palentino

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