Un paseo por las nubes

En Camasobres, mientras despedimos a Felipe, el hombre que me narraba allí mismo hace unos años su supervivencia al extraperlo, miro hacia el hotel que se levanta a un paso de la que fuera su casa. Miro a los forasteros que han venido para acompañar a la familia. Frente a la iglesia (de bonito retablo interior, aunque con las paredes llenas de humedad y el suelo hundido, como cediendo un poco ante el hecho evidente de un ocaso), se levanta un hotel que mañana puede ser el futuro.


La cosa pinta bien, vienen a decir todos, pero se necesitan muchos decibelios de optimismo para venir a establecerse en medio de la nada, con un proyecto que implica el desembolso de muchos millones de pesetas. Puede que la cosa pite, pero se necesita un milagro, parecen contestar los diez o doce habitantes de este pueblo, que todavía lo ven como lo viera Borges: “Estoy solo y no hay nadie ante el espejo”. Esa es la pregunta más caliente y el gran reto al mismo tiempo en estos primeros días del nuevo siglo. ¿Merecerá la pena? ¿Habrá, por fin, futuro? ¿El turismo seguirá creciendo?

Todos los años, cuando me sumerjo de verdad en la montaña palentina, quiero decir en cuerpo y alma, porque ilusoriamente estoy en ella a diario, vuelvo a adentrarme por los viejos caminos, que son como refuerzos para tus energías, que es savia poderosa para el cuerpo maltratado por el humo y las prisas, que es reconocimiento de una forma de vida. Otra vez “El roblón” y una escapada al valle de Tosande. Un paseo de seis kilómetros por un camino, ¡al fin¡, donde pega los últimos coletazos la montaña.

Otra vez Ruesga, Ventanilla; la fuente deshondonada, cerca de Rebanal de la Llantas y algunos otros lugares de singular belleza, componen el itinerario que un día sí y otro también ayudan a reparar las fuerzas.

Para quienes nos sentimos atrapados por este contorno, es una compensación su cuidado y crecimiento, que mejoren los pueblos y las gentes; que se amplien los servicios, para que la demanda tenga una respuesta satisfactoria. Y si las cosas que ves te llenan de sensaciones placenteras, el complemento perfecto lo ponen las gentes que dejaste, cuya huella quedó impresa en las vidas de ambos. En Polentinos, Josefa Sordo me detiene y me entrega las últimas coplas que ha compuesto para conmemorar el 50 aniversario de boda de Eusebio y Simona.

Desde su casa puede verse el Parador Nacional “Fuentes Carrionas” y la pradera, que es como una referencia obligada al citar este pueblo. En Herreruela la explosión es completa, porque vuelven a encontrarse los miembros de esta gran familia repartidos por España. Barcelona, Madrid, Huertas de Arriba (Burgos), Solares (Cantabria), Durango (Vizcaya y Zumárraga (Guipuzcoa).

Hace unos días volvimos a encontrarnos todos en esta última localidad y entonces la montaña se me hizo un nudo en la garganta, apareció como un tapiz detrás de cada rostro, donde se dibujaba con doble efecto el verde de los campos. Allí también se habla de La Casona, que han ocupado este verano varios internautas andaluces. Yo supe de la existencia de este pueblo al cumplir veinte años. Por encima de San Felices, Herreruela es el último eslabón de las tierras que forman la Castillería y cuya casa rural se oferta hoy en los libros de turismo por una cantidad que oscila las doscientas mil pesetas para estancias en Julio.

La huella del pasado está todavía fresca en algunos lugares. Debajo del “Castro de Antroído”, como respuesta también de lo publicado aquí de otros puntos, me cuentan que los moros escondieron un tesoro. Angelita, la hermana más dicharachera de todos, que conoce al dedillo los cien nombres de aquella larga Sierra, nos explica que, hace unos meses, los vecinos decidieron quemar los rastrojos que estaban invadiendo los terrenos de El Cueto (terrenos que este pueblo sigue arrendando a los ganaderos extremeños). Se notificó la idea de las autoridades para que ejercieran el control oportuno y, en un descanso, cuando quienes colaboraban en la faena decidieron pegar un trago de la bota, entonces estalló una bomba de la guerra. “Tal ruído metió –dice, y todos oímos el comentario– que hasta en Redondo se asustaron”.

Mientras los observo, bien atendidos a las afueras de Zumárraga por una nativa de San Cebrián de Mudá, un hormigueo me sacude el cuerpo. Es probable que para algunas personas esto que ahora les cuento ya no revista importancia, pero no quisiera perder nunca esa sensación que te aproxima a todas aquellas gentes que, obligados por las circunstancias, exprimen en estos breves encuentros, la imagen siempre firme e indeleble de su lugar de origen.

Imagen: La Casona de Herreruela de Castillería

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