El diablo cojuelo

La vida se mueve a una velocidad de vértigo. En el pasado más reciente uno se impresionaba fácilmente con las historias más pequeñas: las leyendas que al amparo del silencio y en connivencia con aquellos lugares tomaban formas caprichosas, según la voluntad del narrador; historias que fluían sin cesar y en las que se iban acomodando unos personajes que bien avanzados los años siguen moviéndose al son del tocador de turno.


 


Yo agradezco mucho esta ventana que me abren, donde vengo a convocar y a insistir una vez tras otra en la memoria del corazón, emulando torpemente al “Último hombre”, de Albert Camus (borrador hallado en el coche donde encontró la muerte), que la editorial rescata en su memoria póstuma. Porque en el goteo de estas narraciones aflora el homenaje a los primeros fundadores de los pueblos, lo que se traduce en permanencia desde nuestra humilde posición, sin olvidar el sacrificio que implica vivir cada día más alejado de ese mundo, metidos en esa velocidad vertiginosa a la que aludíamos al principio.

Nuestro director, que intuye también las divisiones que provocan las referencias a los temas sangrantes ( como la diatriba que ahora mismo se extiende en torno a la explotación a cielo abierto), me ayuda a seleccionar un poco más las impresiones, no ya por temor a las reacciones, sino por ahondar en estas historias de siempre, saboreando las respuestas inteligentes y a veces incomprensibles de nuestros mayores ante la llegada de los inventos que marcaron el siglo.

Porque ahora mismo estamos subidos a un coche de carrera, vamos a probarlo con el desenfreno que se está adueñando de nuestra mente. Nada que ver con aquel abuelo de nuestro pueblo que a últimso de la década de los sesenta se atrevió a pronosticar que la televisión sería el mal del futuro. El cura, que fue el primero que la instaló, dejaba que los parroquianos aspirasen aquel fenomenal invento, convocándolos en la cocina de su casa para que admirasen entonces los programas de variedades y entretenimiento. Ahora la televisión es un fenómeno complejo, donde la competencia exige la llegada de programas millonarios como este de “Gran hermano””, donde más de un directivo se frotará las manos cuando se culmine el gran efecto para el que fue creado, que no inventado. Y es curioso el interés al que nos lleva un pequeño recinto donde convive durante un corto periodo de tiempo un pequeño grupo, lo que nos lleva a aventurar las relaciones, los hábitos, las conversaciones y el comportamiento de las personas de nuestro entorno.

Hasta hace poco tiempo la televisión mantenía en su pedestal a los famosos; ahora, la televisión, bajo un procedimiento muy polémico, le concede el protagonismo a hombres y mujeres corrientes, mientras persigue, no nos engañemos, no se engañe Mercedes Milá, el fin que a todos nos mantenga entre divertidos y asustados, tomando cada uno partido por el personaje que más se acerque con gestos y miradas al último eslabón que, obviamente, por múltiples razones, es diferente para cada uno y va cambiando a medida que avanzan los días y llegan nuevas pruebas.

De la angustia inexplicable de aquel viejo montañés que se volvía de espaldas cada vez que su familia la encendía, hemos llegado a meternos en ella, hemos llegado a tener una en cada cuarto de la vivienda, hemos llegado a independizarnos para verla. Que nadie venga a nuestra casa con historias antiguas, mientras tratamos de averiguar cómo acabará la serie preferida, o en qué compromiso les meterá el guionista a esta terna de actores que ahora pululan por los medios publicitando sobre todo las miserias humanas.

Porque, si alguien creyó que lo de “Gran hermano” es un invento nuevo, les remito “El diablo cojuelo” que ya en el siglo XVI escribiera Velez de Guevara. El diablo, devolviendo un favor que ha recibido, le lleva a su benefactor por el cielo de Madrid. El deseo del hidalgo don Cleofás Leandro Pérez Zambullo se vio cumplido cuando, a medida que avanzan, se levantan los tejados y el cojuelo va describiendo cada escena, observando todas las historias que dentro de los hogares madrileños protagonizan sus contemporáneos.

El gran hermano, desde nuestro pequeño comodín, es la Institución mayor de la provincia, aquel que se encarga de convocarnos cada cierto tiempo paa conocer y aliviar en lo posible nuestras cuítas. También aquí hay un pacto: no habrá nominaciones. Los pueblos, con más o menos prestaciones siguen vivos para quienes obedeciendo a su corazón hacen oídos sordos a las voces del exterior, para esos hombres y mujeres que viven perseguidos desde hace varios siglos por el anuncio de la despoblación.

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