El monasterio

Cinco kilómetros al oeste de San Salvador de Cantamuga, se encuentra el monasterio, que debió ser -conforme atestiguan viejas crónicas-el más importante de estas altas tierras del Pisuerga. Sanatorio antituberculoso, colegiata, abadía y seminario menor.
El edificio se halla enclavado a los pies del monte, recogido al comienzo de un extenso valle, mirando de costado al Peñalabra. Para llegar hasta este rincón de la provincia, mansión que fuera del poderío eclesiástico, hemos de atravesar Lebanza, pueblo al que debe su existencia.



En 1179, el obispo palentino don Raimundo, concedió 10 días de perdones a quienes trabajaran para reconstruir el monasterio, doblando la absolución a los vecinos que aportasen carro y pareja de bueyes. (Precedente que puede derivarse de las viejas ordenanzas de estos núcleos montañeses, como la llamada huebra de concejo, que tenla lugar en el mes de mayo y donde se acordaba la limpieza de las calles, excluyendo de la sanción de dos reales a aquellos vecinos que no tuviesen carro).

El lugar bien merece una llamada de atención, que bien mirado desde la parte de Polentinos que lleva al Cimbrio, se va escondiendo y aparece a intervalos, produciendo a la vista el mismo efecto que produce al oído la reverberación de una campana.

Cuando en casa me mandaban con los víveres para los residentes, subir al monasterio era como acudir cada día a un lugar nuevo, impresionado por aquellos pasillos tan largos, seducido siempre por aquel misterio que parecía envolver todo el recinto.

Como este recorrido no es histórico, sino, más bien, memoria viva de un lugar a pocas leguas de mi casa, procede ahondar sobre su situación geográfica, contemplándose desde su alfoz el valle que conduce al primer pueblo. Don Raimundo, en la citada bula, añade que este monasterio está sito "in locis desertis et mortuosis" y algunos escritores que aportaron documentación sobre el lugar, justifican su enclave por la abundante leña de los montes que lo rodean, lo que les permitía hacer frente a los terribles inviernos, sirviendo asimismo de parapeto contra las incursiones de los moros.

Yo he visto aquí dos mundos: la bulla alegre de los campamentos de verano y el silencio más profundo de las primeras nieves, sólo roto a intervalos por el ladrido de los perros; ellos descubren trajinando al vaquero que los arrendatarios de los terrenos han enviado a este apartado rincón del mundo. En un lugar discreto, a la entrada del monte que conduce al Carazo, y donde los vecinos de Lebanza acuden a buscar avellanas en otoño, los administradores de la finca mandaron construir una piscina que recibe el agua helada del pequeño río.

Quiero trasladarles al lugar con la misma poesía que el lugar aporta al caminante, deduciendo de esta manera la motivación que a los fundadores de la vida monástica les trajo un día a estos parajes. Todavía hoy, cuando puedo, subo al monasterio. Voy a comprar un poco de silencio, que pagaré después en la ciudad a plazos, regenerándose en mi interior las ansias por regresar a aquel lugar de la montaña, actuando lo que allí sintiera como bálsamo ante ese frenesí devastador que parece azuzarnos. Subo a la cruz, voy camino del chozo.

Se va recomponiendo el escenario, casi en la misma proporción que se alarga el silencio.

En el siglo X, un hombre, unos hombres, llegaron a este lugar de nuestra tierra, transitaron por los mismos caminos y seguramente miraron embelesados al mismo punto donde edificarían después el primitivo monasterio de Nebancia.

No sé, querido amigo, hasta qué punto es lógico que viva todavía impresionado. No sé hasta qué punto conseguiré avivar su deseo por conocerlo. Yo creo que nos interesa como palentinos repetirlo, airear el mensaje que reflejan los montes, pintar con pintura distinta cada época del año, remojar los sentidos en este universo de paz que agrede a esta abadía situada en lo más hondo de la montaña palentina.

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