La casa donde uno nació

El último invierno que recuerdo, invierno que aquí empieza en octubre y acaba a últimos de mayo, invierno aquel largo y tremendo, yo esperaba la visita del médico encima de la trébede, mientras la abuela, acomodada en una silla de mimbre, en sus momentos de lucidez, volvía a hacerme soñar con aquellas historias de sus tiempos de moza, las fiestas de tambor y pandereta, los métodos de trabajo, las fantasías, los miedos. Por encima de la placa, colgando de las escarpias del techo, las varas de los chorizos, los bloques de tocino adobado, las patas, las costillas, la morcilla, el lomo y otras piezas del cerdo, alimento fundamental en aquellos años donde lo que menos preocupaba a las gentes era el colesterol.
La casa se ha quedado vacía, lista para que el nuevo inquilino derribe algunos muros y levante, ¡ojala!, una suntuosa morada con miradores y salones espléndidos de cara al camino aquel de “Tornavacas”, aunque sinceramente, sea cual fuere la intención del nuevo propietario, cuesta mucho cerrar la página de un libro que fuimos escribiendo invierno a invierno, sin maestro que guiara nuestros pasos ni editor que colocara en el mercado nuestros gestos.

Del artículo: "Hogar, dulce hogar", de la serie "Impresiones".
Imagen: Casa en Piedrasluengas, de José Luis Estalayo

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